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26 julio 2013

Cuentos de Tokio – Yasujirō Ozu (1953)



¿Es la distancia entre generaciones directamente proporcional a la velocidad de los cambios en el estilo de vida?


Cuentos de Tokio, también conocida como Tokyo story o Tōkyō Monogatari, es una película japonesa muy apreciada en la cinematografía mundial. Está incluida entre las diez mejores del cinema en varias listas. Fue rodada con las características técnicas propias del cine de Yasujirō Ozu: cadencia lenta, cinematografía minimalista, cámara fija(1), colocada por debajo del nivel del ojo del espectador (toma inventada por Ozu, llamada toma tatami, que coloca la cámara a la altura de una persona sentada en una esterilla o tatami), muchas elipsis, sin el uso de la regla de los 180 grados (colocando al espectador en el centro de la escena, sin girar la cámara), cortes directos entre escenas sin disolvencias o fundidos, música en los cortes o encuadres hacia objetos fijos. Los actores entran y salen de escena como si se tratase de un montaje teatral, a pesar de que el director no tuvo relación directa con el teatro. En esta película la cámara se mueve –pocos metros- en una sola toma. En otra toma, la cámara está fija sobre un autobús y el que se mueve es el autobús, no la cámara. En el interior de las casas, es normal ver tomas que difieren 90 grados, siguiendo la arquitectura, tratándola como un elemento más del film. Por lo que se ve, Ozu fue un director cartesiano (en el sentido geométrico). Tan solo por el aspecto técnico este filme es extraordinario. A pesar de todas las heterodoxas maneras descritas, la actuación sí sigue los cánones occidentales, muy lejos de –por ejemplo- el Toshirō Mifune de Rashomon. Yasujirō Ozu fue un iconoclasta de las técnicas de filmación generalmente aceptadas, impuestas por occidente desde los comienzos del séptimo arte, demostrando que se puede hacer cine de calidad dentro de un marco ecléctico.




En Cuentos de Tokio, a una pareja jubilada(2), que vive con su hija menor en el pueblo de Onomichi, se le ocurre dispensar una visita a sus hijos: dos que viven en Tokio y un tercero que vive en Osaka, y también a una nuera que es viuda desde hace ocho años y vive en Tokio. Para sorpresa de ellos, y del espectador, quien más se dedica a compartir con ellos y hacerles pasar una feliz estadía es la nuera, Noriko (muy bien interpretada por la hermosa Setsuko Hara(3)); quien por cierto es el personaje que más explicita sus emociones. Los hijos, por pe o por pa no los atienden en la justa medida que deberían atenderlos. La distancia entre la sosegada vida pueblerina y la dinámica de la gran metrópoli, es suficiente motivo para que exista una asincronía entre padres e hijos (más aún entre abuelos y nietos), pero también es la distancia temporal la que marca linderos para situar a unos lejos de los otros. Y esta historia presenta el más descarnado lindero: la displicencia. El abismo generacional (tema tratado reiteradamente en la filmografía de Ozu) se manifiesta en toda su cruda realidad en las escenas finales(4). Los padres aceptan la actitud de los hijos, adornando la conducta de éstos con justificaciones –que pueden ser avaladas solamente por el amor de los padres por los hijos- pero no sin dejar entrever cierta tristeza en sus rostros, cubiertos tras un velo de flemático estoicismo, muy japonés(5), exteriorizada solo por el padre cuando se embriaga junto a unos viejos amigos. Pero la tristeza no es solo por la incomodidad que ellos causan a sus hijos, también es porque son conscientes de que a los hijos no les ha ido tan bien en la gran ciudad como se imaginaban: la despiadada realidad devoró las románticas expectativas.




Un aspecto que hace que el tema planteado sea aún más relevante es el hecho de que las dos generaciones también están separadas por la II Guerra Mundial. Ignoro si en Japón ocurre u ocurrió lo que en Alemania: que los hijos y nietos de la generación que vivió esa cruenta guerra, le reprochan a sus progenitores el haber dejado que eso ocurriera. Los hijos de Tomi y Shukishi, al igual que el resto del Japón, parecieran querer recuperar la normalidad de su país luego del tiempo perdido por la guerra. Lo lograron, a costa de un esfuerzo titánico. El filme deja constancia del natural cambio en el estilo de vida de las personas, de una generación a otra, conforme pasa el tiempo. Las cosas cambian inexorablemente, todo continúa, la vida sigue a pesar de la muerte. Es el cambio de Heráclito: el natural devenir de los seres, la continua transformación.

Esta película no está exenta de símbolos. Así, por ejemplo, mientras el veloz tren es símbolo de la velocidad de la posmodernidad, de lo nuevo, o las chimeneas lo son del desarrollo industrial, los barcos de la tranquila bahía de Onomichi lo son de la calma y serenidad del pueblo, de lo tradicional. La fila de niños nos recuerda la masificación de la escuela, como lo era el trabajo en Metrópolis. Los encuadres dentro de las pequeñas viviendas dan cuenta de la alineación del individuo citadino, perpetrada nada menos que por un arte: la arquitectura. Muchos símbolos son iguales a los que uno, en la vida cotidiana, emplea: un gesto que significa algo (cansancio, atención, desacuerdo, indiferencia, aburrimiento, amabilidad,…), o una frase que dicha con diferente fonética significa ideas totalmente distintas. Son los pequeños y sutiles detalles de los que nos valemos para enriquecer la comunicación. En este caso los correspondientes a la cultura nipona. El cine de Ozu es eso, es el examen minucioso, microscópico, del mundo de una familia común, del que emergen las actitudes y formas de ver la vida de cada personaje.

La vida posmoderna en la gran ciudad exprime el tiempo y la energía de sus habitantes, al punto que la presencia de sus ascendientes desentona en la ardua e impersonal vida diaria; vida que tiene por único objeto el obtener los recursos monetarios para canjearlos por comida y demás bienes y servicios necesarios para sobrevivir en un cáustico medio, donde el que se descuida pierde, feroz competencia por medio, toda oportunidad de progreso. Lo que Chaplin denunció en Tiempos modernos, Ozu lo profundizó en esta extraordinaria cinta: la deshumanización de la era industrial, hoy heredada por la postindustrial.




Ocurría en el Tokio de los años 50. Ocurre hoy en Caracas, Tokio, São Paulo, Berlin, Atenas, Islamabad, Madras, Nueva York; en las grandes metrópolis, donde la “trampa del trabajo” hace estragos en la calidad de vida de las personas, muchas veces sin que se den cuenta, como la sigilosa letalidad de algunas enfermedades. La posmodernidad, en una especie de ajedrez macabro, ¿nos ha obligado a cambiar el objetivo de alcanzar la felicidad utilizando el dinero como pieza para el gambito, por el objetivo de tener dinero utilizando la felicidad como pieza de sacrificio?

Una cantante y compositora que se ha dedicado a la atención de pacientes que esperan la muerte en casa, se dio a la tarea de preguntarles de qué se arrepentían, qué hubieran cambiado en su vida. Realizó un registro de las respuestas, y la segunda más contestada fue: "no tendría que haber trabajado tanto". Se pueden ver las cinco respuestas más comunes en este enlace (en inglés). Las cinco son más que elocuentes. La autora, Bronnie Ware, escribió un libro sobre esa experiencia.

La fría idiosincrasia japonesa es mostrada al desnudo en este filme, para estudiar la lejanía entre seres queridos producto del cambio natural entre generaciones. Un tema tan occidental como oriental. A fin de cuentas, Yasujirō Ozu fue un cineasta universal, no solamente japonés.

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(1) Cosa que el espectador más desprevenido nota al cabo de un rato de película.
(2) Shukishi Hirayama, interpretado por el actor Chishū Ryū, quien trabajó en 52 películas de Y. Ozu, y Tomi Hirayama por la actriz Chieko Higashiyama.
(3) Llamada en Japón “La eterna virgen”, porque nunca se casó.
(4) Argumento completo en este enlace, en inglés.
(5) Como “muy japonesa” también es considera la filmografía de Ozu, que se detiene a evaluar la vida de la familia típica japonesa. Es considerado el más representativo de los directores japoneses, motivo por el que las distribuidoras de cine no exhibieron sus películas durante mucho tiempo; y aún hoy no son fáciles de digerir por el público occidental.


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