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25 octubre 2013

Casino – Martin Scorsese (1995)



Nadie está en la cima por siempre
Lema del film


Si enciendo el televisor y veo una escena de este filme o de Buenos muchachos (Goodfellas), por un instante no diferencio de cual se trata. Para mí, ambos son muy parecidos, uno mejor que el otro, ambos extraordinarios. Casino narra la ascensión y caída de unos delincuentes que se encargaban de un casino en la incipiente ciudad de Las Vegas, meca del azar y los excesos, hija de la visión (¿y de la avaricia?) de empresarios y del crimen. El argumento detallado se encuentra en este enlace.

En el cine norteamericano moderno solo Coppola y Scorsese, ambos de origen italiano, pintan a la mafia con mayor propiedad y con mayor precisión. Coppola en su magna trilogía de El padrino nos mostró el monolitismo de una familia de capos mafiosos a lo largo del tiempo. En Casino (al igual que en Goodfellas), Scorsese nos relata cómo se relacionan los delincuentes que están bajo las órdenes de los capos, los pequeños gánsteres que le arruinan la vida a los demás mortales, sus triunfos, sus mejores crímenes, sus fracasos, sus lealtades e infidelidades, sus miserias, su alba y su ocaso.

Los delincuentes de Scorsese conocen bien su condición y sus puntos débiles; son decididos y fuertes, no miran para atrás (a excepción de buscar las excusas para una vendetta); saben que algún día pueden caer y viven con esa espada de Damocles atornillada a su esternón. Mientras actúan piensan en que puede haber consecuencias graves por su conducta, evaden toda consideración moral e, inmisericordemente, agravian a quien se les atraviese aunque sea con una mirada de desaprobación. Lo de ellos es la inmediatez para la cosecha de los billetes con los que asocian el poder, ese poder que ejercen con violencia, física y verbal, sin ningún tipo de autoridad para ejercerlo. Compradores de conciencia, de jueces y policías, de mujeres y negocios, de armas y de silencio. Se parecen sobremanera a los delincuentes de cuello blanco que pululaban en el enjambre gobiernero y su periferia en el pasado reciente, y ahora a los llamados «boliburgueses», infeliz acrónimo derivado de los más nobles vocablos «bolivariano» y «burgués», para denotar a los nuevos ladrones del tesoro nacional, cuya aritmética tiene la misma magnitud de antes pero indexada con índices locales y con el signo monetario del país norteño.




Scorsese nos ilustra en el proceso de inicio de Las Vegas y en las relaciones que los criminales elegantes de la Cosa Nostra tienen, tanto con el resto de los humanos como entre ellos. Relaciones enfermizas, corruptas, asimétricas, violentas. Quizás, viéndolos de cerca, a muchos se les haga agua la boca por la opulencia que está al alcance de la mano, con tan solo olvidarse de algunos preceptos morales; pero viéndolos desde la barrera, solo destaca la miseria que los envuelve y los rellena.

Si, en respuesta a esa tendencia moderna de «ver lo bueno que hay dentro de lo malo», debiéramos pescar -con pinzas, claro- qué hay de bueno en sus actos, quizás podría ser que sus negocios generan empleo y cierto desarrollo económico. Pero eso es una pírrica devolución a la sociedad de lo que han tomado de ella fraudulentamente. Les restaría solo unas horas de condena, en el hipotético caso (pocas veces real) de reclusión para purgar sus pecados.

No se puede finalizar este comentario sin aludir a las inolvidables actuaciones de la bellísima Sharon Stone, del gran actor Robert de Niro y del actor que mejor (y más veces) dice fuck: Joe Pesci, quien realmente se lució tanto en Casino como en Buenos muchachos y en Toro salvaje. Scorsese es un mago del lenguaje cinematográfico, un hacedor de historias cautivadoras y un conocedor profundo del cine. Todos esos atributos -y muchos otros- los vuelca en sus extraordinarias producciones fílmicas. Es de esos cineastas de los que es difícil decidir cuál de sus películas es la mejor, porque tiene varias obras maestras en su haber. Casino es una de ellas.


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