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22 febrero 2013

El día de la ira – Carl Theodor Dreyer (1943)


Imagen del póster en IMDb.

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto más frecuente y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y el dogma religioso que hay en mí.
Parafraseando a Kant[1].


Corre el año 1623 en un pueblo de Dinamarca. Absalon Pederssøn (Thorkild Roose), es un viejo pastor que está casado con la joven Anne (Lisbeth Movin); viven con la madre de él, Meret (Sigrid Neiiendam), una amargada señora que no quiere a su nuera. Anne le da refugio a Herlofs Marte (Anna Svierkier), buscada por las autoridades religiosas por brujería. Éstas la encuentran, sin que se sepa que Anne fue quien la escondió. Al comienzo Herlofs Marte niega su condición, pero claudica cuando es sometida a tortura, y confiesa que ejerce actividades relacionadas con la brujería, y su relación con el señor de las tinieblas. No le teme al destino de su alma, pero sí a la muerte en la hoguera. El hijo del primer matrimonio de Absalon, Martin (Preben Lerdorff Rye), llega al poblado para visitar a su padre y a su abuela. Martin es algo mayor que Anne, su madrastra. Nace entre ellos un romance, abalado por el desamor del matrimonio de Anne con Absalon y por la contemporaneidad de ambos. Cuando Anne le confiesa a Absalon que hay algo entre Martin y ella, él llama a su hijo con ira, e inmediatamente muere de un ataque. Durante el velorio, Meret acusa a su nuera de brujería y del “asesinato” de Absalon. Ella al principio lo niega, pero al pedírsele que jure decir la verdad delante del finado, con el ataúd abierto, confiesa que así fue, que lo mató con la ayuda de Lucifer. El castigo, en esa época, para semejante delito era la muerte en la hoguera. Pero… ¿hubo tal delito?

La trama de la película es una adaptación de un libro que está basado en un hecho real ocurrido en el siglo XVI en Noruega. La "bruja" en la vida real se llamó Anne Pedersdotter, fue la esposa de Absalon Pederssøn, y fue quemada en la hoguera.

A lo largo de esta historia, Absalon progresivamente se va dando cuenta de que él también es un pecador; esto lo inquieta y lo somete a una autocrítica despiadada. Ciertamente la película plantea que cualquiera puede ser pecador, y que quienes son pecadores se doblegan ante la culpa moral que el pecado deja caer sobre ellos y que los aplasta. En una sociedad teocrática, el dogma religioso está muy por encima de la autoestima, y barre con los principios e incluso con el instinto de supervivencia. Herlofs Marte confesó ser bruja debido a ser presionada por la tortura, pero Anne lo hizo por la presión religiosa. Para llegar a semejante estado de éxtasis, que haga que el individuo confiese tales “delitos”, hay que estar plegado absolutamente al dogma religioso, o ser víctima de un estado alterado de la conciencia. Con razón Marx dijo lo que dijo[2].

Pero el dogma que tienen los personajes de la obra de Carl Theodor Dreyer (y no solo en ésta película) no es un dogma que incorpore el fanatismo gratuito, es un dogma para dirigir la vida por el sendero de la trascendencia; lo que importa es lo espiritual, el buen comportamiento ante Dios a través de los preceptos que -para tal objeto- ha fijado la Iglesia (dizque en nombre de Dios); todo lo demás es accesorio, de ahí el minimalismo de la escenografía: el espacio. Incluso el tiempo, que transcurre inexorablemente con un tictac sempiterno, es irrelevante; por eso el lento desarrollo del film y los movimientos de los personajes. Mientras más comprometido con el dogma, más lento en sus maneras el personaje. El objetivo es la trascendencia.

Díes Irae (el nombre de la película en latín[3] es un filme muy al estilo de Dreyer: tema moral (en este caso religioso, su preferido), fotografía en contrastante blanco y negro, escenografía minimalista (extremadamente minimalista), cuidado montaje, largas tomas y cadencia muy lenta, a tal punto que algunos la califican de aburridísima justamente por lo lenta que es. El personaje central, Absalon Pedersson, camina con rígida parsimonia, y las expresiones faciales de los actores son frías, inexpresivas. Similar a La pasión de Juana de Arco, pero sin la espesa carga dramática de ésta, constituye, sin embargo, una joya de la filmografía europea, que nos recuerda los absurdos de la religión cuando el dogma es llevado al extremo fundamentalista, aunque sea por el tan noble objeto de la transcendencia.

Al momento de escribir este comentario la película está en este enlace.

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[1] La frase original dice “...la ley moral que hay en mí” en lugar de “...el dogma religioso que hay en mí”.
[2] Dijo que la religión es el opio del pueblo.
[3] Himno medieval sobre el Día del Juicio Final.



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