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18 diciembre 2020

El río y la muerte - Luis Buñuel (1954)


Imagen del afiche en IMDb.

Montescos y Capuletos en México


Esta película, como otras más de Luis Buñuel, podríamos calificarla de «cine menor» del maestro surrealista. Sin sentido peyorativo, son buenas películas, pero no llegan a la brillantez de sus grandes obras, como Viridiana o Los olvidados por mencionar solo dos de ellas.

El río y la muerte cuenta la historia de un pueblo (Santa Viviana) en el que los hombres (machos muy machos y honrados) de dos familias desde tiempos inmemoriales se dedican a matarse unos a otros, para continuar con tan noble tradición que nació con el primer homicidio entre ellos. El pueblo, que había sido fundado a la orilla de un río, se mudó a la orilla opuesta luego de una inundación. Menos el cementerio, que decidieron dejarlo en el mismo sitio para que los muertos descansaran. Cuando un fulano mataba a otro, huía a través del río a la otra orilla, donde vivía por un tiempo largo, los Anguiano (una de las familias) a un lado y los Menchaca en el lado opuesto. Había un consenso tácito para dejar que el victimario escapara. Luego lo seguía la víctima, pero rumbo al cementerio en un ataúd. Las familias Anguiano y Menchaca eran como los Montesco y los Capuleto de Verona. Cuando solo quedan dos, uno de los Anguiano, que es médico y vive en la capital, regresa al pueblo para visitar a su madre, a quien no ve hace tiempo, y para poner fin a tan irracional forma de perder la vida. No sin dificultad logra imponer la civilización en el pueblo.

Había en Venezuela dos familias que también se mataban sus varones. Eran las familias Semprún versus Meleán, por allá por Santa Bárbara del Zulia. Se supone que comenzó por el dominio de unas tierras del municipio Colón (las tierras al sur del lago de Maracaibo son las más fértiles de Venezuela), pero después sería por venganza o por cualquier motivo. En los años sesenta y setenta del siglo XX estuvieron aniquilándose unos a otros. Cada asesinato vengaba la muerte anterior, en un círculo vicioso interminable que ha llegado hasta bien entrado el presente siglo.

La cinta de Buñuel está muy bien realizada (no faltaría más) y se le podría poner la etiqueta de costumbrista, quizás moralizante, pues pone su granito de arena para que cambien algunas costumbres que no son muy sanas. No contiene surrealismo ni escenas oníricas. Me imagino a Buñuel dirigiendo el filme con una camisa de fuerza y una mordaza que le impidiera hablar (e imprecar y fumar). Pero quedó muy bien. La fotografía (de Raúl Martínez Solares) es espectacular y hay tomas, en especial las que tienen el río como escenario, que son de una gran belleza plástica.


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Reseña en Wikipedia:


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