Por Roger Vilain.
La infancia suele ofrecernos el tiempo perfecto para ser felices. Me refiero a la felicidad absoluta, por supuesto, y no a esa otra que luego, años después, intentamos mordisquear de a ratos mientras dura la adultez.
En mi caso ser feliz va aparejado al cine que, a cuadra y media de la casa, llevaba en las entrañas la posibilidad de darle un puntapié a la vida cotidiana. Bud Spencer y Terence Hill, Bruce Lee y la “Operación Dragón”, Mario Moreno haciendo de las suyas, todo esto suponía entrarle a las cosas por su lado menos rígido, más alegre, diferente por donde lo vieras de ese modo tan cargado de bostezo que tenían los días cuando sólo el colegio, los deberes, la hojarasca rutinaria -pesada como una montaña- se arrojaba sobre mí.
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