Lo que más quería en el mundo estaba allí. Hasta podía oír la voz de mamá. Sentía la proximidad de sus cuerpos y el calor de sus manos. Quise retener ese momento, y pensé que aquello era la felicidad, y que
no había nada mejor. Ahora, por unos minutos percibo una sensación de totalidad, me siento
llena. Y doy gracias a la vida por haberme dado tanto.
Agnes, personaje de la película.
Gritos y susurros es
una de las mejores películas de Ingmar Bergman.
Nuevamente el director sueco se enfrenta a la muerte y a los fantasmas que
habitan en la mente humana. Esos fantasmas de los que diera cuenta, por vez primera, Sigmund Freud. Esta vez a través del alma femenina. Las constantes
de Bergman se aprecian en todo
su esplendor en este film, a veces injustamente subvalorado.
La enfermedad terminal de una
mujer (Agnes), ocasiona que sus dos hermanas la acompañen en sus últimos días
(María y Karin). Empero, su “criada” Anna es la que le ofrece más consuelo a la
adolorida enferma. Los temores ante la muerte, los celos y desencuentros entre María
y Karin surgen durante los tensos días. Las famosas miradas-cámara (como las llamara Gilles Deleuze) de la
filmografía bergmaniana permiten que podamos escudriñar los laberintos de las
mentes de los personajes, hábilmente interpretados por la bella Liv Ullman (María), Ingrid Thulin (Karin), Harriet Andersson
(Agnes) y Kari Sylwan (Anna).
Las largas tomas (que también conseguimos en el cine de Andrei Tarkovski) de
primerísimos primeros planos, que comienzan o terminan con fundidos de color
rojo, nos dan el tiempo suficiente para espiar la mente de los personajes, e
invitan al juego de adivinar qué piensan, por qué, qué miserias y tristezas los
acongojan. Karin, amargada y fría, a quien le resulta repulsivo el contacto
humano logra ceder ante las caricias de su hermana María, quien es más frívola
y terrenal, sin problemas existenciales que la bloqueen, y que quiere un
acercamiento con su distante hermana Karin. Agnes desvela el inmenso dolor
físico que le causa su mal. Finalmente Anna da cuenta de su triste existencia tras
la pérdida de su hija, y de su entrega para con Agnes, a quien la
une un vínculo de profunda amistad.
En cuanto al trato “con la muerte”, se aprecia una evolución entre El séptimo sello y esta realización. Ya Bergman comienza a aceptar la muerte como parte de la vida, y se deslastra un poco de las preguntas sin respuesta, y de otros fantasmas que lo apremiaban en El séptimo sello. Acepta, a través de uno de los personajes, que la muerte está “fuera del entendimiento humano”, y –a través de otro- que la existencia logra su exaltación en la felicidad que proporcionan los pequeños momentos junto a los que uno quiere (escena final). Esta reflexión última pertenece a Agnes, la que está en el umbral de la muerte. María y Karin no logran trascender el hecho de la muerte de su hermana, y ni siquiera le dan el tan ansiado cariño de despedida. Tampoco logran el deseado acercamiento entre ellas.
"La piedad" de Bergman
Es en el afecto que se concentra el sentido de la vida. Cualquiera es imprescindible en un trabajo, sea cual sea el trabajo –desde mandatarios hasta el más insignificante obrero-, pero la imprescindibilidad no es nula cuando se refiere a parientes y amigos, que son las relaciones que viven en el amor. Eso lo puede uno constatar simplemente viviendo y reflexionando sobre ello. Al irse un pariente o un amigo cercano, se va un pedazo de uno mismo. Se va el amor o el afecto que regresaba a nosotros del ser por nosotros amado o apreciado. Salvedad hecha para aquellos que tienen fe en algún signo religioso, que -aparentemente- llena ese vacío. Somos nosotros y nuestra historia; una historia que no es individual, que es compartida con muchos. Aquél o aquella con el que un segmento de nuestro pasaje por este valle de lágrimas ha sido compartido, es testigo presencial de ese hecho histórico personal. Cuando ese testigo ya no está, ya uno no puede rememorar con él un hecho en el que él participó con nosotros. Aquellas risas proferidas o aquellas lágrimas derramadas en compañía, solo quedan en la memoria del que sobrevive. Y después de que éste también se va... ya no queda nada.
Esta producción tiene varias
escenas memorables. Entre ellas la escena final donde las tres hermanas y Anna
pasean por el bosque (y que es uno de los afiches de la película), la escena de
las caricias entre María y Karin luego de su confrontación, y la
célebre “piedad” de Bergman, en la que Anna –a la manera de la Virgen María- le
ofrece calor y cobijo a Agnes, ya muerta. La fotografía, del inolvidable Sven Nykvist, fotógrafo que acompañó a Bergman en casi todos sus films, es
perfecta, la banda sonora excelentemente seleccionada, el vestuario y la escenografía muy
cuidados. Destacan las actuaciones de Liv Ullman, Ingrid Thulin, Harriet Andersson y Kari Sylwan, sin las cuales las
indagatorias miradas-cámara, sello de
Bergman, no serían posibles. Para mí es una de las obras maestras de Ingmar
Bergman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario