La felicidad es un relámpago en la noche. Quien ha sufrido como yo he sufrido ya lo sabe todo. Y si me dicen loco no es por haber perdido la razón, es por haberlo perdido todo menos la razón. ¿Qué me queda entonces en esta vida? Nada que no pueda pensar o soñar, pues el paraíso solo existe en mi cabeza; y en la obscuridad de mi encierro me queda la ilusión de un mundo diferente. Dios, aún te llamo aunque no me escuches. Jericó no ha caído, Jericó está en mi alma.
Reflexiones finales de Santiago
Fray Santiago, un sacerdote español, se suma a la cruzada para evangelizar a los indígenas que habitaban el territorio que hoy es Venezuela a inicios del siglo XVI. Se marcha a la selva con «el alemán», un déspota que pisotea a cuanto indio ve, mata y ultraja sin freno alguno. Cuando Santiago evidencia que tan salvajes son los conquistadores como suponen son los indios, se fuga con otros españoles que le han robado el oro al alemán. Son atacados por indígenas, quienes matan a sus compañeros de huida. Él es, como dirían los borg, «asimilado». Al principio lo tratan como a un sirviente, pero pronto lo dejan integrarse a la tribu, en la medida en que se va rompiendo la barrera lingüística. Intenta evangelizar tímidamente, pero eso es arar en el mar. Finalmente queda «asimilado» por completo y se une a una indígena que lo cortejaba, con la que tiene un hijo. Por desavenencias con el resto de la tribu se deben separar de esta. Posteriormente son atacados por conquistadores españoles, quienes lo encierran por hereje. En su hermético encierro aparentemente pierde la sindéresis.
El personaje de Santiago está muy bien interpretado por Cosme Cortázar. Los indígenas que actúan son indígenas reales de la zona oriental de Venezuela, de la etnia Kariña, perteneciente a los Caribes. Hay escenas rodadas en plena selva, otras en el Orinoco (o en alguno de sus brazos en la zona del delta) y otras en la Cueva del Guácharo. La película está subcalificada en IMDb (7,0 al momento de escribir esta nota), pero ha recibido algunos reconocimientos en festivales internacionales. Luis Alberto Lamata fue, además de su director, el escritor del guión.
El personaje de Santiago está muy bien interpretado por Cosme Cortázar. Los indígenas que actúan son indígenas reales de la zona oriental de Venezuela, de la etnia Kariña, perteneciente a los Caribes. Hay escenas rodadas en plena selva, otras en el Orinoco (o en alguno de sus brazos en la zona del delta) y otras en la Cueva del Guácharo. La película está subcalificada en IMDb (7,0 al momento de escribir esta nota), pero ha recibido algunos reconocimientos en festivales internacionales. Luis Alberto Lamata fue, además de su director, el escritor del guión.
Se puede apreciar que el argumento guarda algunas semejanzas con Danza con lobos (1990), particularmente lo relativo a la transculturación del personaje central. Avatar también plantea ese mismo fenómeno. El cura Santiago no puede menos que adaptarse a la cultura que lo circunda. Su otra opción pudo haber sido huir hacia una selva que desconocía por completo y en la que no sabría sobrevivir. Santiago sigue el principio que postularía más tarde Darwin: te adaptas o mueres. El aspecto de la transculturación, bien haya sido forzada por las circunstancias, o bien haya sido aprehendida, es algo que ocurrió de manera recíproca en el proceso de la conquista. Al final hubo más transculturación del indígena que del europeo, pues este impuso su «orden natural de las cosas» a través de su muy superior tecnología de dominación: las armas, y de una hipnotizante retórica: el dogma católico.
Indígenas de la etnia Kariña «exhibidos» en París en 1892.
Tomado de Wikipedia.
Una de las primeras lecciones que aprende Santiago, y que se repite al final de la cinta, es que tan salvaje eran los europeos como los indios. A estos se les consideraba salvajes por similar razón por la que los atenienses llamaban bárbaros a los extranjeros; es decir, eran salvajes porque no eran españoles y porque no estaban evangelizados. Era creencia de la época, que hoy nos suena completamente irracional. Santiago, a la postre, considerará más salvajes a los conquistadores que a los conquistados, pues eso es lo que se esmeraron en demostrar las huestes postcolombinas. Cada uno era salvaje respecto al otro. No solo eran los iletrados españoles que venían a este lado del Atlántico los que consideraban salvajes a los nativos. Gente muy lúcida, como Kant o Nietzsche, se refirieron peyorativamente respecto a «los pobladores del sur» (o «los habitantes del sur»), dando a entender cierta inferioridad de estos. Esta supuesta inferioridad del indígena fue el germen del Mito del buen salvaje, y el salvajismo del conquistador el de la Leyenda negra.
La experiencia dramática de Santiago también es parte de esta historia. El personaje, poco a poco, se va dando cuenta de la caída del castillo de naipes en el que estaban fundadas sus creencias. La pérdida de referentes cultural y espiritual devasta al fraile, lo postra frente a la inextricable realidad. No es para menos. Aún hoy sería así, cuanto más hace cinco siglos. La debacle lo convierte prácticamente en un pelele.
Uno de los planteamientos más relevantes de Jericó es que nos hace reflexionar sobre la historia inicial de la conquista y de su irracional proceso. Se puede comenzar por distinguir lo que fue la colonización de Norteamérica y la conquista de Sudamérica. El oeste norteamericano fue, ciertamente, conquistado a través de la violencia; pero los primeros ingleses que poblaron el este, los llamados pilgrims (peregrinos), eran familias completas que se radicaron en lo que hoy es E.U.A. Venían, repito, los hombres con sus mujeres y sus hijos a poblar, a quedarse en los nuevos territorios. Su iglesia, la anglicana, predicaba más amor por el trabajo que la católica (algo que comenté en el artículo sobre Viridiana). Si bien también tuvieron guerra de independencia y una cruenta guerra civil luego, también es cierto que desde los prístinos orígenes se sentían parte de la nación, ya esta era su querencia. Desafortundamente la corona española, en pleno proceso de decadencia, decidió enviar a unos brutales advenedizos que acabaron con culturas como la azteca y la inca, entre otras. Cortés y Pizarro, los insignes exponentes del mayor genocidio que se ha perpetrado en Sudamérica, dejaron tras de si sangre y desolación. Aquí fueron Fajardo y sus compinches; incluyendo a verdaderos carniceros como Aguirre o Boves[1]. Infeliz iniciativa, pues podemos suponer que había mejores gentes en España que estos conquistadores sanguinarios y avaros. De hecho, vinieron algunos con ese talante, pero con poco peso específico frente a los violentos y dominantes militares.
Pero los españoles también trajeron algunas cosas buenas, aunque eso sería más adelante, cuando le dieron organización política a las colonias, disposición urbanística a las ciudades, conocimiento académico y cierto orden en el comercio, así como la creación de instituciones modernas para la época; en fin, la occidentalización del territorio. Al principio, muerte, enfermedad, violación y robo eran su principal aporte. Mientras que el pilgrim inglés echó raíces en un nuevo mundo, los corteses y pizarros solo querían saquear para disfrutar de sus riquezas en Europa. Este criterio marcó definitivamente la historia de Venezuela. Seguramente la de más de un país sudamericano. No pocos de los españoles que vinieron después, señores de mayor alcurnia y sapiencia, algunos padres de los mantuanos (los civiles de mayor rango social, que idearon y llevaron adelante la Independencia), también eran unos delincuentes. Y no pocos serían los mantuanos que aprendieron el «negocio» de sus padres. El asunto es que ese criterio: saqueo del país para luego disfrutar el botín en el exterior, sigue siendo el que predomina aún hoy, en la era del facebook[2]. Ya no los españoles, sino los mismos descendientes de los mantuanos y de todas las mezclas étnicas que ocurrieron durante los quinientos años de historia postcolombina. El ex-país (como lo llama el prof. Agustín Blanco), el país-cornucopia o el país-piñata (como lo llamo yo) sigue desangrándose. El pobre país pobre no ha tenido ni siquiera la pizca de suerte que se necesita para impregnar de sentido de pertenencia a los que ha parido[3], menos aún de amor. Siendo niño recuerdo haber oído decir: «el problema de este país es que nadie lo quiere». Ha pasado medio siglo desde entonces y esta nación aún no ha logrado el amor de la mayoría de sus habitantes, particular y tristemente de los que la dirigen. Y eso no es nada, han pasado quinientos años desde que todo esto comenzó y aún sigue sin suficiente cantidad de dolientes. Para colmo, este no ha sido, ni remotamente, el único problema que ha tenido este país[4].
Jericó nos habla sobre la etapa primigenia de nuestra historia, la súbita conquista, cuyo desarrollo fue muy violento. Invita, así, a reflexionar sobre nuestro pasado, donde hay claves para entender lo que vendría después, incluyendo el hoy, y —dependiendo de qué tan visionario o aventurero es uno— esbozar un posible mañana. Está muy bien realizada, técnica y artísticamente. Es una de las mejores películas venezolanas.
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[1] Sobre ambos se han hecho películas: Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog (1972) y Taita Boves, también de Luis Alberto Lamata (2010).
[2] El patrón de conducta criminal ha sido tan exacto que se puede anticipar, con infinitesimal riesgo a error, que los ladrones que se hayan ahora en el gobierno actual(*) saldrán con su botín (si es que dicho botín no está ya fuera del país) a disfrutarlo impúdicamente. Desde allá, se burlarán del país publicando sus fotografías en facebook tomando piña colada en las islas Fiyi o champaña en su château de la campiña francesa, demostrando públicamente cuan viles son y cuánta es la impunidad inmanente en el sistema judicial venezolano, igual que en la época de Fray Santiago. Junto a esa execrable estirpe de ladrones fagocitan los necesarios «empresarios» con los que en concomitancia liban el patrimonio nacional y amasan fortunas robadas mientras el pueblo sigue siendo miserable.
(*) Si el lector lee esto en el 2014 se refiere al gobierno del 2014, si lo lee en el 2015 se refiere al gobierno del 2015, si lo lee en el 2020 será al gobierno del 2020,... Para el lector que piensa que «en todas partes se cuecen habas», bastará indicarle que lo que se presume ha robado el esposo de la infanta de España lo roba aquí cualquier empleado público de pacotilla: hay empleados que ganan nominalmente el equivalente a USD 500 mensuales y tienen yates, mansiones, u otros bienes cuyos precios son centenares de miles de dólares.
[3] Me refiero al sentido de pertenencia que debe tener el habitante respecto a su tierra: conciencia de que él pertenece a su país; no el sentido de pertenencia que le dan las clases dirigentes: que lo que hay en ella (en la tierra, en la nación) le pertenece a ellos.
[2] El patrón de conducta criminal ha sido tan exacto que se puede anticipar, con infinitesimal riesgo a error, que los ladrones que se hayan ahora en el gobierno actual(*) saldrán con su botín (si es que dicho botín no está ya fuera del país) a disfrutarlo impúdicamente. Desde allá, se burlarán del país publicando sus fotografías en facebook tomando piña colada en las islas Fiyi o champaña en su château de la campiña francesa, demostrando públicamente cuan viles son y cuánta es la impunidad inmanente en el sistema judicial venezolano, igual que en la época de Fray Santiago. Junto a esa execrable estirpe de ladrones fagocitan los necesarios «empresarios» con los que en concomitancia liban el patrimonio nacional y amasan fortunas robadas mientras el pueblo sigue siendo miserable.
(*) Si el lector lee esto en el 2014 se refiere al gobierno del 2014, si lo lee en el 2015 se refiere al gobierno del 2015, si lo lee en el 2020 será al gobierno del 2020,... Para el lector que piensa que «en todas partes se cuecen habas», bastará indicarle que lo que se presume ha robado el esposo de la infanta de España lo roba aquí cualquier empleado público de pacotilla: hay empleados que ganan nominalmente el equivalente a USD 500 mensuales y tienen yates, mansiones, u otros bienes cuyos precios son centenares de miles de dólares.
[3] Me refiero al sentido de pertenencia que debe tener el habitante respecto a su tierra: conciencia de que él pertenece a su país; no el sentido de pertenencia que le dan las clases dirigentes: que lo que hay en ella (en la tierra, en la nación) le pertenece a ellos.
[4] Un objetivo enfoque que explica el porqué Hispanoamérica es como es y está donde está lo describió Carlos Rangel en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario (leer en este enlace).
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