La voluntad de poder
El cine de Steven Soderbergh es de
juicio crítico hacia los problemas sociales, un tanto en la línea del de Oliver Stone. Ya en Traffic abordó
el flagelo del tráfico de drogas, en Che da un vistazo a
la vida de Guevara y su
revolución, y en Eric Brockovich
se aboca a la denuncia en relación con la contaminación ambiental y los daños
colaterales de la misma. Esta película, sin embargo, y al igual que Che, se basa en una historia
real. La verdadera Erin
Brockovich llevó a cabo la demanda contra PG&E,
la más grande de la historia de EUA, por un monto superior a los 330 millones
de dólares. No es gran cosa, pues apenas es algo más que lo recaudado por esta
película.
El puntal
principal de esta cinta es la excelente actuación de Julia Roberts, acompañada
por el veterano Albert
Finney, un abogado venido a menos hasta que Erin lleva hasta la cima al
bufete al que le exigió trabajo. La demanda que se lleva a cabo contra la
empresa, es en relación con los daños a la salud que ocasionaron los detritos
del proceso industrial a los vecinos a la planta que los producía. Esto nos
lleva al tema central: la polución industrial. La revolución industrial, que
todavía la tenemos actuando hoy, y que no vamos a salir de ella en un buen
tiempo, trajo como secuela daños colaterales tanto al ambiente (flora, fauna,
suelo, agua y aire) como a los humanos. La producción industrial ha ocasionado
daños conocidos y daños accidentales. Muchos daños accidentales apenas se
comienzan a reconocer recientemente, son esos perjuicios que eran imprevisibles,
que los diseñadores de los procesos industriales no alcanzaron a prever y que
se han convertido en un verdadero dolor de cabeza para la sociedad en su
conjunto, tanto para los industriales mismos como para los gobiernos y para los
habitantes de este planeta único e irrepetible que sirve de hogar para todos. Sobre
esas secuelas indeseables se está trabajando, mejorando los procesos y
haciéndolos más amables con el ambiente. Un ejemplo es el control de emisiones
que tienen hoy los automóviles cuando salen de fábrica; aunque no siempre vemos
vehículos que conformen la emisión de gases. En nuestro país abundan los
automóviles-fumarolas y, por cierto, ni siquiera son amonestados por ello.
Pero lo más
preocupantes, y es la denuncia de Erin
Brockovich, es la contaminación ignorada pero conocida, no accidental sino deliberada.
Con la avidez de dinero que tienen muchas empresas y muchos funcionarios
gubernamentales, esto es difícil de erradicar. La avaricia aplasta cualquier
código moral, y los daños no son siquiera evaluados hasta que surge una demanda
como la que refiere esta película. El único castigo es penalizar a la empresa o
impedirle la continuidad de sus operaciones hasta tanto cuente con los debidos
procesos que no ocasionen contaminación ambiental. Es un asunto de bioética,
materia que, seguramente, muy pocos industriales conocen, y muchísimos habitantes
tampoco.
Es a diario que uno puede observar la violación más descarada sobre la
disposición de residuos en nuestro medio, por no hablar de la polución grosera
de las empresas básicas de Guayana,
como lo evidencian la macabramente célebre laguna roja y el alto índice de
enfermedades respiratorias de los habitantes de Puerto Ordaz.
También es digno de destacar la tesonera voluntad de Erin en lograr un objetivo y hacer
que su vida tenga sentido. Esa voluntad de poder,
muy típica de los norteamericanos (a decir por sus películas y por sus logros
reales), es la que hace a los pueblos grandes. En Latinoamérica debería ser de
lectura obligatoria el Zaratustra
de Nietzsche, a
ver si aprendemos algo, conjuntamente con algún buen libro de ética. A los que pretenden hacer política, quizás seria conveniente inyectarles el libro de ética vía intravenosa.
El hilo
narrativo de este film de Soderbergh
logra que el espectador no pierda interés en ningún momento. Si a eso le
sumamos la inolvidable interpretación de J. Roberts lo que queda es una
excelente película que, al igual que muchas otras, tan solo es un espejo de la dramática
vida real.
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