Déjame ser
Diego (Guillermo
García) es un fotógrafo
que tiene por pareja a Fabrizio (Sócrates
Serrano), un médico
gineco-obstetra. Pero también tiene un hijo, Armando (Ignacio
Montes), quien vive en
España con su madre. Armando debe venir a Caracas durante un tiempo, debido a
los estudios que ella cursará en Inglaterra. El joven, que tiene años sin ver a
su padre, se enfrenta a él reprochándole, más que su homosexualidad, su
lejanía, su desentenderse de él cuando era niño. Fabrizio, por otra parte,
recibe una golpiza que le da una banda de homófobos y que lo deja en coma. Estos dos eventos sumen a Diego en un estado de tristeza próximo a la depresión; y al que hay que
añadir la impotencia que siente para limar las asperezas con su hijo. Poco a
poco, Armando y Diego se van compenetrando como padre e hijo, en una atmósfera
aderezada por dos curiosos personajes que le proporcionan la sazón al filme:
Delirio (Hilda Abrahamz), un transexual, y Perla Marina (Carolina
Torres), una mujer maltratada
por su pareja. Juntos, en un viaje de Caracas a Los Andes, para que
Armando conozca a una joven con la que chateaba por Internet y con quien concertó
una cita para bailar tango, y para que Diego plante un pino que Fabrizio quería
plantar en esos parajes, los cuatro personajes, que están en una búsqueda y, al
mismo tiempo, en un escape, se encuentran a sí mismos.
El film de Miguel
Ferrari podría
parecer, a primera vista, un alegato a favor de la homosexualidad y la transexualidad.
Eso lo explicita el discurso final de Delirio, exhortando a que la gente trate
de buena manera a los que son diferentes, tales como los LGBT, y resume una
parte importante del planteamiento del filme. Un discurso que, salvando las
distancias, rememora al Chaplin de El gran dictador, clamando por justicia y concordia donde no la hay. Pero
no solo nos muestra que la exclusión de este grupo por parte de la gente que se
considera normal es un prejuicio carente de peso hoy en día, y que está reñido
con los DDHH; sino que, más importante aún, refleja la intensa batalla interna
de los personajes excluidos por no aparentar ser lo que los otros quieren que
aparenten ser. Y que sean.
Diego se enfrenta a
la incomprensión social, incluida la familiar, por su condición de homosexual.
Él se siente incómodo ocultando tal condición, por lo que no la oculta, pero
eso tiene un costo social, que no es bajo. Armando no está satisfecho con su físico y, creyendo
que no le gusta a las muchachas de su edad, se hace pasar por otra persona
durante los chats con la chica que le invita a
bailar tango en la bucólica zona andina. Descubre, gracias a
la decepción que eso causó en ella, que no debe aparentar ser quien no es.
Delirio, personaje que seguramente no podría haber sido mejor interpretado por
otra actriz que no fuese Hilda
Abrahamz, está sumido en
su soledad, y también lucha por no ocultar su transexualidad sin ser prejuzgado
y maltratado por ello. También está deseoso de reconocimiento y protagonismo.
Finalmente, Perla Marina se debate entre abandonar a su pareja, que la golpea
injustificadamente, o seguir con él por comodidad, rutina y apariencias.
Incluso Rocío, la madre de Diego (interpretada por Elba
Escobar), suelta la frase
que encabeza este comentario cuando su esposo le pide que deje de llorar. No le
dice «déjame llorar», le dice «déjame ser».
Todos estos
personajes, maniatados por nuestra sociedad de representaciones (y
apariencias), quieren desatarse, ser libres, representarse a sí mismos y no al
personaje que un libreto que ellos no han escrito les fuerza a hacerlo. Esta es
la segunda parte del planteamiento principal de Ferrari, a mi modesto entender. Nos
recuerda a los personajes —también alienados— de Belleza americana. Pero la película toca otros temas no ajenos a nuestra sociedad: la violencia, la impotencia del ciudadano común ante las instituciones del Estado, entre otros.
Buenas actuaciones,
escenarios muy controlados, buen sonido y música, un guión muy original
(también de Ferrari) y una acertada dirección convirtieron a Azul y no
tan rosa en la opera prima venezolana ganadora de un premio
Goya. Eso no es gratuito; es fruto del profesionalismo y de un arduo trabajo cuyo objeto fue hacer una
obra muy bien hecha.
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