Hablar de cualquier obra maestra no es nada fácil, y una obra maestra de cine no escapa a ello. Barry Lyndon constituye, para muchos, una de las obras más logradas del extraordinario director Stanley Kubrick. De hecho, es la película de Kubrick preferida de Martin Scorsese. Una posible trilogía de su magna ópera estaría conformada por esta película, el Dr. Strangelove, o cómo aprendí a no preocuparme y amar a la bomba, y 2001: Una odisea espacial. Desde el punto de vista formal, Barry Lyndon es simplemente perfecta. Recuerdo que las salas de Caracas que proyectaban esta cinta se plenaban de artistas plásticos que acudían a apreciar la belleza estética de cada una de sus tomas. Si se pretendiese extraer una escena de antología de esta película, quien intentase el ejercicio se vería en serios problemas para decidir cuál escena sería seleccionada. Se puede escoger una al azar, sin que todas las demás desmerezcan. La ambientación, el vestuario, el maquillaje, el montaje o edición, la música, la dirección artística y, por supuesto, la dirección del film, todos estos elementos están impecablemente ensamblados para hacer de este film uno de los mejores de la historia del cine, honor que aún no se le ha dado, aunque sí figura entre los mejores 100 filmes del cinema. Personalmente le daría un sitial entre los diez mejores.
Kubrick en su corta pero intensa filmografía ha reincidido en trabajos impecables, y en un tema central: la impotencia del hombre común ante los avatares del destino, su exclusión parcial a la hora de forjar su destino y la incertidumbre con que éste le asombra en cada vuelta de esquina. Redmond Barry, al igual que el astronauta Dave en 2001: Una odisea espacial, Jack en El resplandor, Espartaco en el film homónimo, el Dr. Strangelove o el Dr. Bill Harford de Ojos bien cerrados (Eyes wide shut), Alex en La naranja mecánica, y otros personajes de sus historias, no logra controlar su destino, el cual lo conduce azarosamente a lo largo de su vida, de un evento a otro más afortunado o a otro menos afortunado. El epílogo al final la película es claro y contundente al respecto: “... todos estos personajes, buenos o malos, feos o bonitos, ricos o pobres, hoy son iguales”. Independientemente de sus códigos morales, de su recto o corrupto proceder, todos tienen un auge y una caída final. Redmond no es la excepción, si lo fuese sería una cuestión de mero libreto de ficción.
No importa lo que el hombre tenga en mente para sí y para los demás, siempre el destino le puede torcer sus intenciones, sean éstas dignas o no. No pocos pensadores tendrían problemas aceptando esto, desde Nietzsche y su superhombre a los pseudo filósofos actuales, de la New Age, quienes nos venden toneladas de libros de “autoayuda” que predican la falacia de que el dueño de su destino es uno mismo. Ortega y Gasset ya se dio cuenta de que era todo lo contrario: de que uno es uno y su circunstancia. Esa circunstancia, de la que no puedo escapar, modela mi destino, hace y deshace lo que puedo ser y puedo hacer. Esa circunstancia no se maneja a mi voluntad, nada más lejos de eso. Pues bien, Kubrick es un devoto de este pensamiento, y Barry Lyndon es bandera del mismo. No en balde no permitía que lo llevasen en automóvil a más de 40 km/h, máxima velocidad para evitar la muerte en un accidente automovilístico. Finalmente, cuando todo termina, cuando llegamos a nuestra predecible finitud, no podemos hacer absolutamente nada, tal como reza aquella recomendación que dice: “no te tomes la vida demasiado en serio, a fin de cuentas no saldrás vivo de ella”.
Estamos casi seguros de que, si no hubiese sido Barry Lyndon, sino Napoleón, cuya vida era la que Kubrick quería llevar a la pantalla en lugar de la de Redmond Barry, también hubiese sido una magna cinta. Barry Lyndon es una obra maestra del cine, una joya universal, cuya filosofía de fondo es un estudio de la vida tal como ella se nos presenta. No hay estrellas suficientes para ponderarla, sale de la escala.
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