Imagen del póster en IMDb.
Las trasnacionales farmacéuticas en el banquillo
Muy bien estelarizada por un muy convincente Ralph Fiennes y la
hermosa y alegre Rachel
Weisz, quien obtuvo el Óscar por su actuación en este filme, El
jardinero fiel nos narra la historia de un diplomático británico enviado a
Kenia junto a su esposa, la cual es asesinada en un apartado sitio del país
junto al médico keniata que la acompañaba, luego de que descubre los desmanes
que la industria farmacéutica ocasiona en la indefensa población por realizar pruebas con las drogas aún no comercializadas; todo con
anuencia y complicidad de las autoridades británicas y locales. El personaje de
Fiennes deconstruye la muerte
de su esposa y descubre la intrincada trama de intereses creados a la sombra
del poder económico de las farmacéuticas, echando por tierra los más elementales
principios de bioética. La desesperación por la muerte de su esposa le lleva al
desierto donde ella fue asesinada, en el que él muere. El film no deja claro si
su muerte es por suicidio (pesar por la muerte del personaje que interpreta Weisz) o por homicidio. De muy
poco le sirvió informar al mundo sobre ello, pues la impotencia ante tal enemigo
solo le llevó a la muerte, y nada se hizo para mitigar los daños al pueblo. Aparentemente
la historia tiene como inspiración (para el libro y subsecuentemente para la
película) un
evento de la vida real, protagonizado por la Pfizer, una de las más grande empresas
farmacéuticas del mundo. El director, el brasileño Fernando Meirelles,
ya nos había dado películas cuyos planteamientos tratan sobre la condición social de la que son víctima los pobres y las consecuencias de ello, como Ciudad de Dios (2002),
muy bien calificada en IMDb.
Frente a algo tan monstruoso como es la
experimentación de fármacos en una población ignorante de ello, y que por
añadidura no tiene ningún poder para defenderse, ni siquiera para negociar, uno
no puede menos que asombrarse indignadamente. Le vienen a uno a la mente las
ideas de la teoría de la conspiración, según las cuales las farmacéuticas no
solo fabrican medicinas para curar, sino que también introducen elementos para
incrementar las ventas naturales de fármacos, que van desde la simple
publicidad hasta algo igualmente monstruoso como generar enfermedades para
luego vender las medicinas que, supuestamente, las curan. De manera que, por
una parte uno no quiere pensar mal y niega la validez de la teoría de la
conspiración, pero por otra, las grandes transnacionales, y gobiernos, y demás
poderosos del planeta, llevan a cabo esfuerzos importantes que alimentan esa
teoría de la conspiración.
Las farmacéuticas, por su parte, pueden argumentar a su favor: ¿Cómo podrían establecer las bondades de una droga sin experimentarla en humanos? ¿Qué hacer si no disponen de voluntarios para ello? Con la misma fuerza que contestaríamos nosotros a esas preguntas, viendo las respuestas desde el lado humanista, con sentido de la bioética, contestarían ellos con respuestas contundentes que nos dejarían igualmente sin habla: si no experimentamos no se la podremos administrar a nadie, ni siquiera a usted que hace tan peliagudas preguntas. Pero siempre hay un punto de acuerdo, si realmente existe la voluntad de buscarlo. Del ingenio de los investigadores y de los estudiosos del mercado puede salir una solución bioética y socialmente aceptable para todos. Es a través del diálogo constructivo que se ha de establecer.
Esta producción, muy bien hecha,
nos deja esa reflexión. Más reflexión que otra cosa, pues los escándalos se
siguen sucediendo, a pesar de muchos textos y conferencias sobre bioética. Muchas
leyes, normas, principios, reglas, pero poca voluntad para seguirlas. Tal como nuestra anómica situación actual.
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