La muerte de una inocente y mi venganza.
¡Tú lo permitiste!
No lo entiendo.
Aun así, suplico tu perdón.
No conozco otra manera de
reconciliarme.
No conozco otra manera de vivir.
Dios, te prometo,
junto al cuerpo de mi única hija,
te prometo que, como penitencia
por mis pecados, construiré una iglesia.
La construiré aquí. De cal y piedra. Con mis propias manos.
Monólogo final de Töre.
El manantial de la doncella es
una excelente película del director sueco Ingmar Bergman, perteneciente a lo
que podríamos calificar de películas de cuestionamiento o preocupación por la
religión, Dios, la vida y la muerte; temática recurrente de este realizador. Esta producción fue aclamada por la crítica y recibió diversos
reconocimientos internacionales, entre ellos el Óscar a la mejor película extranjera.
Suecia, Baja Edad Media, ambiente
rural. Karin (interpretada por la hermosa actriz Birgitta Petterson), es la única hija de
un matrimonio muy devoto a los rituales cristianos, y debe llevar unas ofrendas
a una iglesia distante de su hogar. La acompaña la criada Ingeri (Gunnel Lindblom). En el
camino se separan y Karin continua sola, aunque no por mucho tiempo, pues se topa
con unos extraños (tres hermanos, uno de ellos es niño) y luego de compartir su
almuerzo con ellos, los hermanos mayores la violan y luego la matan. Ingeri, quien reaparece, observa impávida lo que ocurre y no es capaz de ayudarla; todo
lo contrario, deseaba que le ocurriera algo malo a Karin, tal como se lo
confesó mucho después al padre de ella, Töre (Max Von Sydow). El resentimiento y la envidia la bloquearon para actuar. Los maleantes
continúan camino luego de robarle las ropas y solicitan albergue en la casa de
los padres de Karin; ignorantes éstos de quienes son los huéspedes, y aquellos de quienes son sus anfitriones. Durante la
cena, el niño muestra señales del trauma que le dio por ser testigo de lo
sucedido y es increpado por sus hermanos. Los delincuentes le ofrecen los vestidos en venta a la madre de la
muchacha asesinada, y ésta se da cuenta de que son de su hija. Töre, al
amanecer, venga la muerte de la hija de manera premeditadamente fría al
enterarse de los hechos. Llama la atención la manera impertérrita con la que
asume el hecho de que su hija murió en manos de los desalmados a quienes dieron
cobijo. Cuando van a buscar el cadáver de su hija, él le pide perdón a Dios por
lo que hizo y le ofrece, como compensación (o castigo), edificarle un templo de piedra con
sus propias manos en el sitio donde su hija yacía. Al levantar a la joven del suelo, mana agua en el sitio
donde estaba su cabeza. La historia se basa en una balada sueca del siglo XIII.
Tal parece que Bergman se
pregunta si una venganza bajo las circunstancias contadas es justificable ante
Dios. A pesar de que en la Edad Media la Inquisición y las Cruzadas fueron
instituciones que se dieron el permiso para matar a los llamados enemigos de la
Iglesia o de la fe, la religión –a extremo fundamentalista- a través de su
dogma y los mandamientos, más que las leyes mismas, le cercenaban esa
posibilidad a los individuos comunes. Es por ello que Töre pide
reiteradamente perdón a Dios y le promete compensarlo con un templo hecho en
piedra (en la película se menciona, al comienzo, que pocos son de piedra, por ser más
costosos, y que la mayoría son de madera, más baratos[1]. Es claro que en el contexto medieval no sería permitido, al menos
religiosamente, vengar el asesinato de la hija.
¿Y en el contexto moderno?
Modernamente, también la religión, con los mismos medios que hace un milenio,
le pone coto a un acto así: el individuo no puede, por violación a las
prescripciones religiosas llevar a cabo un asesinato, aunque sea para castigar
otro crimen igual. Simplemente es un pecado mortal. Además de la religión, la mayoría de los códigos morales execran el asesinato como castigo. Estos códigos los podemos
entender implícitos a los religiosos en el contexto medieval. Finalmente las
leyes, que regulan la interacción entre los humanos, castigarían severamente
este delito. Pero, ¿qué podría ocurrir en los casos en los que no hay gran
ceñimiento al dogma religioso y tampoco existe un sistema judicial que ampare a
las víctimas? ¿Qué haría un padre en un caso similar al de Töre bajo las
mencionadas circunstancias? ¿Es legítimo
que se encargue de ajusticiar a los culpables, aunque ello sea ilegal? La
respuesta que daría cualquiera que no está directamente involucrado es muy distinta a la que daría un padre que ha pasado por esa terrible experiencia[2]. Ni Platón, ni Aristóteles, ni Kant, ni ningún otro filósofo aceptaría la
venganza, básicamente porque es un comportamiento inmoral e irracional. Pertenece al comportamiento animal. Quizás Nietzsche y el nazi Heidegger lo justificarían para contados casos.
Tampoco la Iglesia lo aceptaría, ni la sociedad como un todo. ¿Qué tanto habría
que castigar al que castigó a un homicida?
Otros asuntos que emergen de esta cinta, no menos importantes, refieren a la naturaleza del mal y de la justicia, la inocencia sexual, la traición de la confianza en otras personas, el resentimiento entre distintas clases sociales, el cuestionamiento de la fe (específicamente cuando el padre le pregunta a Dios lo mismo que todos le hemos preguntado alguna vez: ¿por qué ha permitido que algo tan horrible haya ocurrido?), entre otros posibles temas que surgirían de un posterior visionado.
El manantial de la doncella no
responde a estas preguntas, ni pretende hacerlo. Pero sí las deja en el tapete,
con un ingrediente importante (al menos en el contexto medieval): la religiosidad, que lleva a la auto imposición del castigo.
Otra extraordinaria película del director existencialista por excelencia, que nos dejó
reflexiones profundas sobre los grandes temas del Ser: la vida, la muerte,
la existencia de Dios, las relaciones humanas, la moral y los fantasmas internos con los que cada
ser humano convive en este “valle de lágrimas”.
_____________________
[1] Este detalle podría llevar a la extraña idea de que la infraestructura
religiosa responde más a una compensación a Dios para purgar nuestros pecados
que a una necesidad de templos para su adoración.
[2] Recordemos que el contexto referido es que no hay sistema judicial que lo ampare, que ni
siquiera se digne en abrir una averiguación, como ocurre en Venezuela (a muchos
nos consta que es así), donde la impunidad es un producto tan masivo que
podríamos exportarlo. Los antivalores que manejamos actualmente han llegado al
abyecto punto de cambiar victimarios por víctimas y viceversa, beneficiando con los
llamados “derechos humanos” solamente a los reales victimarios. Una aberración
que solo entienden los pocos que no han sido víctimas o dolientes de delitos reales.
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